Artículo escrito por Joaquín González Ibáñez, profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad Complutense de Madrid, para el diario el País, de España.

Putin, el derecho internacional y

la penicilina de Stalin      

 

*Por: Joaquín González Ibáñez

 23 de marzo de 2022
 

El jueves 25 de febrero de 2022 por la mañana fue para una inmensa mayoría de los habitantes del planeta un día de tristeza e incredulidad al conocer las noticias de una nueva guerra, el acto de agresión de Rusia al Estado soberano de Ucrania. En particular, para los profesores de Derecho Internacional probablemente provocó un sentimiento de desazón, oprobio y, sin duda, derrota. En mi caso personal, en lugar de tratar de explicar porqué el marco jurídico internacional no ha podido prevenir, limitar e impedir la acción bélica rusa dictada por el jefe de Estado Vladimir Putin, traté de hablar de aquellos que siempre sufren las consecuencia de la violencia: los más vulnerables, los civiles y los no combatientes. Y, por supuesto, como consecuencia del inicio de la secuencia bélica, nos sentimos obligados a preguntarnos sobre la eventual quiebra de los fundamentos jurídicos del derecho internacional de la era de Naciones Unidas y si este marco normativo, institucional y axiológico de coexistencia pacífica desarrollado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial iba a dejar de ser nuestro marco jurídico-político internacional.

Y pensé que lo importante, siempre, debían ser las personas para un estudiante de Derecho, si bien el actor principal en el ámbito internacional con plena capacidad jurídica continúa siendo el Estado. 

 Proyecté en el aula unas imágenes de otra realidad bélica acontecida 86 años atrás a escasos cien metros de nuestra aula de la Facultad de Derecho. Las fotos databan de noviembre de 1936 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, espacio académico de civilidad que en febrero de 2022 inauguró una pequeña muestra fotográfica que da testimonio de la catástrofe de edificios semiderruidos, aulas reventadas y libros agujerados por las balas de trinchera de la Guerra Civil, y que se conservan en perfecto estado de decrepitud.

Entre otras, había fotografías que Robert Kapa tomó en varias zonas de Madrid, escenas que yo conocía de los relatos de mi abuelo Nicanor, soldado republicano y adolescente que me contó muchas veces que «iba a la guerra en Metro todos los días, unas veces al frente de Legazpi, junto al matadero, otras veces a Moncloa, hacia la Ciudad Universitaria».

 

Pero las primeras fotos proyectadas en la clase fueron del puente de los Franceses, con un hermoso tren urbano surcando en las alturas el meandro del río Manzanares, y gente de fiesta. Era un día de julio de 1936, en una de las fotos aparecen hombres y mujeres luciendo modernos bañadores, mientras bailan agarrados en las primeras horas del mediodía. Y ese mismo lugar, apenas dos meses después, se viste de una trinchera y alambres de espinos que parapetan la posición de ambos bandos, los sublevados en la Casa de Campo, y el ejército y las milicias republicanas al pie del parque del Oeste.

 

Pero las fotos importantes eran las que mostraban en 1939 a mujeres, niños y hombres derrotados, caminando hacia la frontera de Francia, portando un colchón en la cabeza, una maleta con cuerdas y la desesperanza en sus miradas. Y les pedí a mis alumnos que imaginaran en blanco y negro las últimas fotos que mostré, que eran en color y de Siria y su frontera con Turquía de 2015. 

 

Les interpelé a que reparan en el hecho de que era difícil encontrar alguna diferencia entre todos esos refugiados, personas que huyen para salvar su vida y familia. En la práctica la gran revolución que ha aportado Naciones Unidas desde 1945 con su proceso inacabado y en constante dinamismo, fue la creación del sistema de protección internacional de derechos humanos, que celebramos hoy como un sistema imperfecto, pero sin precedentes en la historia de la humanidad, pues nunca ha habido una conciencia universal sobre la necesidad de protección de los derechos humanos y la necesidad de investigar y sancionar las más graves violaciones de los mismos, actos que hoy denominamos crímenes internacionales.

 

El sistema jurídico internacional es único, pero las fuentes normativas y estrategias de protección de derechos humanos son múltiples.  Su marco jurídico básico está compuesto por el clásico derecho internacional humanitario que se inicia en 1864, y las iniciales convenciones de la Haya y Ginebra, en particular actualmente las cuatro convenciones de Ginebra de 1949 y los dos protocolos de Roma de 1977. Este acervo jurídico in bello, se ha complementado con el Derecho Penal Internacional que representó Núremberg y su legado cristalizado en los Principios de Núremberg de la Resolución 96/1 de la Asamblea General de Naciones Unidas, junto con el impulso de una compleja estructura jurídica del derecho internacional de los derechos humanos, tanto en el ámbito universal de Naciones Unidas, como los sistemas regionales de Europa, América y África.

 

El filósofo Tzvetan Todorov aludía a la dimensión interpretativa que exige cualquier análisis histórico, en el sentido de que la Historia no es la mera cronología de los hechos, sino la interpretación de los efectos de los hechos históricos que construimos vinculados a la experiencia humana. En la obra portentosa, Tierras de sangre, el historiador Timothy Snyder describe la crueldad y el terror de la posguerra en las nuevas fronteras surgidas tras los acuerdos de Yalta en los territorios limítrofes de Ucrania, Polonia y Bielorusia, precisamente en la zona donde tiene lugar el conflicto bélico actual. Con la caída del muro de Berlín en 1989, Snyder anheló que la historia que debíamos referir para el siglo XXI contuviera un nuevo relato de humanidad «no de la geografía política de los imperios, sino de la geografía humana de las víctimas».

 

Las decisiones de Putin de la última década nos retrotraen a una geografía de los imperios, con la intención de negar y olvidar a las víctimas. Elucubramos e interpretamos las acciones de Putin como el deseo de retornar a la historia del siglo XX. Pero, probablemente sea más ajustado a la realidad pensar que regresamos no a la Guerra Fría, sino al periodo inmediato al fin de la I Guerra Mundial y a la aprobación del Tratado de Versalles en 1919. Ese periodo de penuria e inestabilidad antes de la construcción del espíritu de Locarno en 1925 y del trascendental acuerdo Briand-Kellogg de 1929 de renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. O tal vez tiene razón el profesor especialista en Rusia, Stephen Kotkin al señalar que el comportamiento de Putin evoca al siglo XIX ruso, pues concurren las mismas circunstancias que definieron el gobierno decimonónico de los zares, a saber, jefes de Estado autócratas, represión, militarismo, desconfianza de la injerencia de Occidente, guerras de expansión, y la puesta en práctica de proyectos ambiciosos expansionistas que excedían las capacidades propias.

 

Putin ha argüido que la ofensiva bélica contra el país amado y vecino de Ucrania estaba justificada dado que tiene la finalidad de proteger a personas de etnicidad rusa. Su argucia, perdón, argumento afirma la necesidad y legitimación de la agresión militar para proteger a las víctimas de un supuesto genocidio perpetrado por las autoridades ucranianas: el genocidio de Putin. La justificación rusa trae ecos de la Sociedad de Naciones durante la crisis de la invasión nipona de Manchuria, en la que Japón declaró en 1937 que la matanza de Nankín y la invasión de Manchuria no era una guerra contra China, sino una «operación policial».

 

Lemkin fue un refugiado desde su huida de Polonia en 1939 hasta su muerte en 1959 en Nueva York. Escapó primero de los nazis y luego de los soviéticos que ocupaban su país. No ostentaba ninguna responsabilidad diplomática o institucional, y en sus diatribas diarias para recabar apoyos durante la negociación y adopción de la convención de genocidio, asedió continua y literalmente a los representantes diplomáticos de los países de la nueva organización de Naciones Unidas en Ginebra, París y Nueva York.     

                

Lemkin entendió la trascendencia del apoyo de la Unión Soviética al proyecto de tratado sobre genocidio por haber sido el país que más víctimas había sufrido en la Segunda Guerra Mundial. Acudió al ministro de Asuntos Exteriores checoeslovaco Jan Garrigue Masaryk para que intercediera ante el embajador soviético en Naciones Unidas Andrei Vyshinsky, otrora temido fiscal de los juicios purga de Moscú de la década de 1930 y luego director jurídico de la delegación soviética en Núremberg, con el fin de persuadir a Stalin de que una convención sobre genocidio no podría ser considerada como una intriga contra la Unión Soviética. Lemkin sugirió a Masaryk: «Ambos, usted y Vyshinsky tienen sentido del humor. ¿Por qué no le cuenta que la penicilina no es una intriga contra la Unión Soviética?». Y, en efecto, a la semana siguiente Rusia cooperó y pronunció vehementes discursos en apoyo de la convención.

 

Paradojas de la historia, la topografía del crimen y los horrores cometidos por el ejército ruso en territorio ucraniano en 2022 están vinculados a las ideas revolucionarias que han propiciado la evolución del Derecho Internacional en los últimos 80 años. Probablemente Putin desconoce que en su actual teatro bélico de operaciones nacieron tres figuras imprescindibles en la historia del Derecho Internacional del siglo XX:  Aaron Trainin, Hersch Lauterpatch y Raphael Lemkin. Estos grandes juristas conceptualizaron respectivamente los crímenes internacionales de acto de agresión, crímenes de lesa humanidad y genocidio. Posteriormente los Estados fueron incorporando voluntariamente estas categorías jurídicas de protección de la persona a tratados internacionales, que limitan sus facultades soberanas y las someten a un control internacional.

 

​Trainin nació en Vitebsk en 1883, en el antiguo imperio Ruso hoy Bielorusia; Lauterpatch nació en Zolkiew en 1897, en la región de Leópolis, antiguo imperio Austro-Húngaro, luego Polonia y hoy Ucrania, y Raphael Lemkin nació en 1900 en Bezwodne y creció en Byalistok, antiguo imperio Ruso, luego territorio polaco y hoy ucraniano. Los tres eran juristas judíos; Trainin estudió en la Universidad de Moscú y Lemkin y Lauterpatch en la ciudad de Leópolis, hoy ciudad patrimonio de la humanidad y que acoge a varios millones de desplazados internos ucranianos, personas que en el momento de huir y cruzar la frontera de su país se convertirán en refugiados.

En la Facultad de Derecho Universidad de Leópolis hace justo un siglo, Lauterpatch y Lemkin realizaron sus estudios jurídicos, en unas aulas en las que solo podían sentarse en la última fila, el lugar reservado para los judíos. Estos autores concibieron los crímenes internacionales que tal vez, algún día, un futuro tribunal penal internacional ad hoc o tal vez la Corte Penal Internacional aplicará para juzgar las conductas ilícitas y criminales de Vladimir Putin, y del mando militar, y tratará de evitar la impunidad de los horrores de esta guerra. Pero, por el momento en su estrategia litigiosa, Ucrania decidió iniciar un proceso para determinar la responsabilidad internacional del Estado ruso. Dos días después de la agresión, el 26 de febrero de 2022, Ucrania denunció a Rusia ante el Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas por ausencia de buena fe y utilización indebida de la Convención sobre genocidio, en particular, la falsa y procaz argumentación de Putin de que la invasión militar rusa era la respuesta para interrumpir la supuesta comisión del genocidio que Ucrania contra la minoría rusa del Dombás.

En el marco de este procedimiento, en la vista del día 7 de marzo de 2022 sobre la solicitud de medidas provisionales contra Rusia, las autoridades rusas no comparecieron y remitieron una escueta comunicación negando que el Tribunal tuviera competencia para conocer la denuncia de Ucrania. El profesor Harold Koh en representación de Ucrania, cerró la intervención indicando que el caso iba más allá de la denuncia de Ucrania a Rusia; en realidad se había convertido en un desafío común para la humanidad, y planteó la cuestión no retórica de si prevalecerá el interés de Rusia o si se impondrá el del ordenamiento jurídico creado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Koh imprecó al tribunal que la prevención de la tragedia que estamos contemplando de la destrucción de las ciudades y vidas humanas de Járkov, Mariúpol y Kiev fue precisamente el objetivo señalado en la Carta de Naciones Unidas, cuyo preámbulo reza: "Nosotros los pueblos de Naciones Unidas, Resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas (…)". Una semana después, el alto Tribunal de Naciones Unidas otorgó amparo a la solicitud de Ucrania, y en la votación de los 15 magistrados, por una mayoría de 13 votos a favor y 2 en contra, se ordenaron las medidas cautelares contra la Federación Rusa solicitadas por Ucrania: la suspensión inmediata de todas la operaciones militares rusas, y  el deber de garantizar que Rusia no brindará asistencia a ninguna unidad armada militar o grupo irregular que pudiera estar apoyando o promoviendo acciones militares.  Los dos jueces que fallaron en contra fueron la jueza china Xue Hanqin, y el juez ruso Kirill Gevorgian.

 

La historiadora Francine Hirsch en su formidable libro Soviet Judgement at Nuremberg relata cómo en 1945 y 1946 Stalin ordenó al máximo responsable jurídico de la delegación soviética en el proceso de Núremberg, Andrey Vyshinsky, las acusaciones que debía formular el fiscal jefe Román Rudenko, entre las que se incluyó la acusación soviética contra el ejército alemán de la matanza del bosque de Katyn perpetradas por el NKVD en abril de 1940.

 

 Asimismo, Stalin indicó al juez soviético Iona Nikitchenko las penas que debía imponer a los procesados. Nos queda la duda de si, siendo consciente el magistrado Gevorgian del destino de aquellos que disienten de los anhelos y designios del Kremlin, y dentro de la añorada tradición soviética de Putin, tal vez, Sergei Lavroz o algún miembro de nomenclatura habrá telefoneado a La Haya, siguiendo así el precedente de Stalin. Pero quienes creemos en el Derecho Internacional y en la exigencia de responsabilidad seguimos inermes, solo con la voz de una aspiración de justicia y el Derecho para que en el futuro se haga nuevamente realidad lo que Robert H. Jackson, fiscal jefe de Estados Unidos en Núremberg, reclamó al tribunal el día de apertura del proceso, el 21 de noviembre de 1945. El último párrafo de su discurso de apertura de Núremberg es de nuevo nuestro desafío como civilización en 2022: «La civilización se pregunta si el Derecho se encuentra en una situación tan débil como para ser completamente incapaz de hacer frente a crímenes de esta magnitud cometidos por criminales que ocupan altas responsabilidades de poder.

La expectativa sobre este proceso penal no es convertir la guerra en un acto imposible. Lo que sí se espera de este tribunal [de Núremberg] es que sus decisiones jurídicas sitúen el imperio del Derecho Internacional, sus preceptos, sus prohibiciones y, sobre todo, sus sanciones, del lado de la paz, para que hombres y mujeres de buena voluntad, en todos los países, puedan “Vivir en paz sin tutelas ni permisos de terceros, y que nadie se encuentre por encima de la Ley"».

Walter Benjamin reclamaba orientar nuestro ideario moral hacia los perseguidos, los discriminados, y en especial «Las víctimas, para quienes el estado de excepción es permanente». Al lado de las víctimas ucranianas y de las víctimas del resto de conflictos deberíamos entonar, como parte de una religión secular de aspiración de justicia las palabras de Jackson, pues no existe un sistema más revolucionario e innovador que el respeto de los derechos humanos y el Derecho Internacional para lograr la seguridad, la paz y el progreso humano. El tiempo del Derecho no es postbellum; es la realidad que habitamos aquí y ahora en esta guerra, pues ya sabemos que la historia de los crímenes internacionales más pavorosos y abyectos, aquellos que repugnan a la conciencia de la humanidad, han sido también la historia de la impunidad de los perpetradores. La tozuda realidad creada por Putin y su violencia nos ha mostrado que percibe la «penicilina» del Derecho Internacional como un obstáculo al ejercicio del poder y por eso la desprecia, desconociendo que el Derecho, aun imperfecto, forma parte de la urdimbre de coexistencia de los pueblos y su irrenunciable anhelo de justicia. Incluso como proclama el presidente Volodymyr Zelenski, para salvaguardar la dignidad y la libertad, si fuera necesario, están preparados los ucranianos a que Rusia destruya todo el país, para así mantener incólumes sus anhelos de justicia.

El jurista Antonio Cassese recordaba que el Derecho Internacional regula la relación entre los Leviatanes-Estados y que es como «la moral de los locos, que ponen límites a su propia locura» y, sobre todo es «un sistema de principios éticos que está dirigido a locos, es decir a los Estados a los que trata de poner freno a su insensatez». Incluso Rusia durante o después del conflicto tendrá que construir un Derecho que contenga las decisiones políticas y diplomáticas de los próximos meses, pero también Rusia y Putin serán parte de procesos jurídicos que tras Núremberg se consideran crímenes internacionales y cuya máxima responsabilidad de exigencia y cumplimiento atañen la comunidad internacional en su conjunto. Y esta labor es demasiado importante para dejarla solo en manos de juristas y las instituciones internacionales y nos corresponde a todos los ciudadanos ejercer la responsabilidad de la memoria y la justicia. A fin de cuentas, el objetivo de Putin es destruir la idea de la ilustración que es un proyecto construido sobre la verdad y la justicia que sirvió para la creación de nuevas comunidades políticas inspiradas en las ideas liberales y los principios democráticos que han adquirido una nueva dimensión gracias al Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

 

  • Joaquín González Ibáñez es profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad Complutense de Madrid y editor y traductor de la autobiografía de Raphael Lemkin, Totalmente Extraoficial.

 

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