El río San Jorge está apacible e inerme como si fuese un día de verano sin rastros de tormenta y corriente crecida. Miro el vuelo del cuclillo que revolotea sobre la panga blanca y desgastada que me transporta hasta la vereda donde se encuentra el colegio donde trabajo. Es lejos y siento el ardor en mi columna que me anuncia lo cansada que está para la hora en bestia que me queda, pero el malestar mengua cuando recuerdo que llevo la mochila llena de velas, hilos y telas que esperan ser anudadas entre historias, silencios, o alguna que otra lagrima o mirada valiente; y evoco, con ímpetu, los ojos de mis estudiantes que estarán allí, al otro lado del río, a la espera de un telar.
En la panga se encuentra una mujer gruesa, con manos de camino; arrugadas y carrasposas. La miro y sus ojos, que inmediatamente me esquivan, me recuerdan a mi amiga Nevis con quien empezamos la locura interminable de enseñar. Me estremezco y un dolor me atraviesa el pecho.
Nevis, con su temple desbordante, no le hacía guardia al silencio. Su voz se escuchaba por toda Carepa y Apartadó defendiendo los derechos de los trabajadores que laboraban en las fincas y se oponía a los asesinatos de los administradores de las bananeras. Era una odisea escucharla. Una vez los papás de un estudiante llegaron a la caseta donde daba clase y con cara de espanto me dijeron que habían estado en el pueblo cerca a la vía Piedras Blancas; habían visto cómo una Jeep bajaba cuerpos como bultos, distinguiendo el de Nevis. Hoy el río me huele a memoria y a dolor.
Escucho un estruendo que golpea la tabla en la que voy sentada y veo un pájaro
con un ala lastimada. Lo tomo en mis manos y veo que es un Martín Pescador.
Enseguida una voz cálida me dice:
-Tranquila, los pájaros sí que saben recomponé el vuelo. Acompáñelo a saná la
herida y alza’ el vuelo. Pero, relaja’, los pájaros conocen de cielos.
Llego con el Martín Pescador a puerto, me monto en la bestia y me aseguro de
llevar mis materiales. Al llegar a la escuela veo que allí están los ojos curiosos
sentados en círculo; les doy una vela a cada uno pues nuestro ritual consistía en
prenderla cuando quisiéramos conmemorar una historia y, en esta ocasión,
íbamos a conmemorar la nuestra. Extendemos el telar que estábamos tejiendo
donde plasmábamos la historia de desplazamiento, conflicto y herida del Urabá;
pero también la historia de resistencia, amor, lucha y esperanza.
Pusimos en el centro del telar al pajarito con un nido inventado asegurándonos que se encontrara a salvo y en medio de historias prometimos cuidarlo. Con un tono grave una estudiante leyó un pedazo del poema de Benedetti: “por los discriminados, los que nunca o pocas veces comparecen, los pobres pajaritos del olvido que también están llenos de memoria”. El pajarito se volvía una metáfora del ala rota que somos como territorio y país, pero también del cuidado colectivo para acompañarnos a reconstruir la memoria y alzar nuestro vuelo. No lo podíamos hacer solos, nos necesitábamos, nos necesitamos.