La historia de Paola y sus días de infierno en el ELN
Con los ojos vendados y amarrada a un árbol en un sector de la frontera entre Colombia y Venezuela, Paola cayó en cuenta de que estaba próxima a cumplir años. Entonces le suplicó a la chica uniformada del ELN que la custodiaba que no le dejara perder la noción del tiempo y que en todos los amaneceres le avisara qué día era.
“Hoy es 7 de septiembre", le dijo por fin a Paola la guerrillera, que no llegaba a los 20 años, después de muchos días de sufrimiento. De inmediato Paola entendió que estaba cumpliendo 13 años y por su cabeza, en cuestión de minutos, pasó un torrente de recuerdos.
Evocó su infancia en una finca del estado venezolano de Zulia con sus padres y sus tres hermanos. A su memoria llegaron también los recuerdos de su padre enseñándoles a leer y a escribir a ella y a sus hermanos porque, al ser colombianos, no podían asistir a la escuela de primaria de Venezuela.
“Fue una infancia muy bonita", le dijo Paola —el viernes 15 de agosto de 2025— al Grupo de Relacionamiento y Comunicaciones de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP durante una jornada en Bogotá con víctimas de reclutamiento forzado durante el conflicto armado.
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Si algo tenía Paola, ese 7 de septiembre de 2004, era tiempo. Por eso recordó también que cuando tenía 10 años toda su familia regresó a La Guajira para que los muchachos pudieran estudiar. Y claro, a su memoria de niña asustada llegó el malhadado día en que su hermano John Jaider murió trágicamente luego de ser atropellado por un carro.
“Eso no se investigó nunca porque el carro que lo atropelló al parecer era de los paramilitares", explicó Paola, hoy de 33 años. Ese hecho —la muerte de John Jaider— partió en dos la historia de su familia. Sus padres, durante mucho tiempo, se recriminaron mutuamente por el fatal accidente. La llegada al mundo de otro John, tiempo después, distensionó un poco el ambiente de la familia.
Corría el 2003.
Aunque tenía los ojos vendados aquel 7 de septiembre, Paola no pudo evitar el llanto cuando volvieron a su mente los recuerdos del reclutamiento forzado de que fue víctima unos cuatro meses atrás.
Empezaba el 2004 y para esa época Paola era en su casa una rebelde irremediable. Ella cree en la actualidad que la difícil situación económica que atravesaba su familia por entonces le afectó el carácter. En general, hacía las cosas para indisponer a todo el mundo, especialmente a su madre.
Tan es así que ella misma se metió en el problema que le acarrearía la peor pesadilla de su vida. Resulta que tres conocidos suyos —dos hombres y una mujer muy jóvenes— la invitaron a una especie de día de campo en una finca ubicada a media hora de la cabecera del municipio guajiro de Villanueva. Ella de inmediato aceptó, sin pedir permiso en su casa.
Ciertamente pasaron un divertido día. Por la tarde, sin embargo, sus amigos le dijeron que no se podían ir, que debían pernoctar en la finca. Ella se aterró y les dijo que su madre debía estar muy preocupada y que la iba a regañar.
“Pero no nos podemos ir", le insistieron.
A regañadientes, Paola pasó la noche en la finca. Al día siguiente, muy temprano, intentó irse para el pueblo. Tampoco se lo permitieron. Horas después aparecieron dos hombres uniformados con brazaletes del Ejército de Liberación Nacional o el ELN.
Los guerrilleros les echaron un discurso largo a los cuatro muchachos sobre lo que ellos creían era la realidad de Colombia y América Latina. Les contaron que en Cuba había triunfado una revolución, que no era justo que el Estado no les subsidiara la educación y la salud a los pobres y, finalmente, les dijeron que ellos hacían parte de un ejército que quería acabar con esas desigualdades.
“Lo que esos señores dijeron me entró por esta oreja y me salió por esta otra", contó Paola, quien recordó que de inmediato le dijo a todo el mundo que se iba para su casa.
“Es que usted no se puede ir", le advirtieron los ilegales. En ese momento, en medio del pánico, Paola entendió que estaba retenida ilegalmente y que, como le dijeron los guerrilleros, la vida de sus padres y de sus hermanos corría peligro si no obedecía.
Durante muchas horas los guerrilleros y los cuatro jóvenes caminaron por trochas, hasta llegar a un sitio que el ELN había instalado en el monte para entrenar a los principiantes —como Paola y sus amigos caídos en desgracia.
Allí les dieron uniforme y les enseñaron a manejar armas. Fueron unos tres meses en los que la soledad se convirtió en la mejor compañera de Paola, sobre todo para llorar cuando recordaba, por ejemplo, las violaciones de que había sido víctima por parte de un jefe guerrillero apodado “Carlos Comadreja".
Recién los guerrilleros le montaron en su hombro un fusil AK-47 y la obligaron a patrullar sin descanso, Paola reconoció a un niño de Villanueva. Lo abordó y le pidió que le ayudara a conseguir papel y lápiz para escribir una carta.
En la misiva le dijo que a su madre que la quería con el alma, que la perdonara por haberla desobedecido tanto y, por último, le hizo una advertencia de vida o muerte: “Si en tres meses no ha vuelto saber de mí, no vuelva a contar conmigo, despídase de mí".
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Pocos tiempo después del cumpleaños número 13 de Paola se produjo un milagro. En un hecho inesperado, el ELN la entregó a la Cruz Roja Internacional dada su condición de menor de edad.
De Urumita fue trasladada a Valledupar y de allí a Bogotá, siempre bajo la custodia del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. En esa entidad conoció de cerca el amor y quedó encinta. Mucha gente le sugirió que abortara. Ella, sin embargo, siguió adelante con su embarazo y a los nueve meses nació Marcela, o el mejor regalo que ha recibido en su existencia.
Paola en ese entonces tenía 18 años.
Tiempo después conoció al que sería el padre de sus otras tres hijas. Desde entonces Paola ha dedicado todos sus esfuerzos a la mejor empresa de su vida: su familia. Y eso sí, no pierde la esperanza de que alguna vez “se acaben las desigualdades en Colombia y los derechos sean los mismos para todos".