​“Siempre presentí que iba a morir porque tenía mis hijos en la guerrilla", dice víctima del conflicto armado​

“¡Corran, corran, corran que llegaron los paramilitares!", le oyó decir Rosa Montoya de Ortiz a un hombre que gritaba y corría como loco por las calles del remoto poblado de Puerto Alvira, en el departamento del Meta.

Era el mediodía del 4 de mayo 1998 y Montoya había llegado en canoa a Puerto Alvira desde Mocuare (Guaviare) en busca de ayuda médica para curarse del paludismo que la tenía mal desde días atrás.

Cuando los paramilitares aparecieron en Puerto Alvira, Montoya se estaba tomando una avena fría en el pequeño puesto de comestibles del que era dueña su amiga Gloria.

Ella le había dicho a Gloria que tenía un mal presentimiento con los paramilitares después de lo que había pasado unos 10 meses antes en Mapiripán, el municipio al que como corregimiento pertenece Puerto Alvira.

En esa oportunidad, entre el 15 y el 20 de julio de 1997, en Mapiripán los ilegales de extrema derecha asesinaron a un número indeterminado de personas.

En principio se habló de 49 muertos, pero años después la Fiscalía General de la Nación reveló que, en realidad, los asesinatos habían sido unos 10 y denunció la existencia de víctimas falsas a cambio de dinero.

Así que después de que el hombre dio la alarma por la llegada de los paramilitares, Montoya tomó en sus manos el vaso con la avena y empezó a correr. Ella escuchaba que los incómodos visitantes, al tiempo que reventaban las puertas de las casas con las culatas de los fusiles, les gritaban a los pobladores que se entregaran.

“¿Usted para dónde va?", le preguntaron al unísono tres paramilitares a Montoya. Ella solo atinó a responder que estaba buscando su equipaje.

Eche pa'l polideportivo", le gritaron a Montoya, hoy de 69 años y madre de 12 hijos: siete hombres y cinco mujeres.

Todo sucedió, de acuerdo con el relato de la mujer al Grupo de Relacionamiento y Comunicaciones de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, entre la una y las seis y media de la tarde de ese 4 de mayo de 1998.

Fueron más de cinco horas eternas en las que los paramilitares maltrataron física y verbalmente a los habitantes de Puerto Alvira. Los humillaron y los ultrajaron. Los golpearon y a muchos de ellos los asesinaron.

La Fiscalía General de la Nación ha dado cuenta de que por lo menos 180 paramilitares del Urabá Antioqueño, Meta y Casanare irrumpieron en esa oportunidad en Puerto Alvira y perpetraron la masacre de por lo menos 19 personas, entre ellas una niña de seis años.

Antes de incendiar parte del caserío, los paramilitares saquearon todos los almacenes y las tiendas de víveres.  Con el paso de las horas, lenta y disimuladamente, muchos de los hombres armados fueron abandonando el poblado. Otros se escondieron en las casas para seguir cometiendo maldades.

En tanto, los casi 150 retenidos del polideportivo empezaron a darse cuenta de que se habían salvado, al menos de morir. Entonces Montoya y una amiga corrieron a buscar los niños de esta última. Los encontraron. Todos estaban a salvo.

De inmediato, Montoya se fue a buscar sus maletas, “pero me cayeron cuatro tipos y me violaron. Me pusieron una bolsa en la cabeza. Me acuerdo (de) que eran unos señores grandes y morenos". Ese grave incidente lo calló por mucho tiempo.

Veinticinco años después de los hechos trágicos de Puerto Alvira, también conocidos como la masacre de Caño Jabón, Rosa Montoya de Ortiz recuerda de ese 4 de mayo que “aunque (los paramilitares) no me dijeron nada, yo siempre presentí que ese día iba a morir porque yo tenía mis hijos en la guerrilla".

En efecto, cinco de los hijos de Montoya (tres hombres y dos mujeres) fueron reclutados por la otrora guerrilla de las FARC cuando eran menores de edad. Cuatro de ellos lograron volarse de las filas subversivas. La quinta no corrió misma suerte y fue asesinada.

Yo sé dónde está enterrada ella (su hija Kelly Andrea), pero no ha habido voluntad de ninguna entidad para hacer la exhumación de su cadáver", agregó Montoya, quien recordó que en la guerrilla a su hija le decían “Xiomara" y que falsamente fue acusada de ser informante de las autoridades.

Nosotros no queríamos que nuestros hijos fueran delincuentes, mucho menos guerrilleros, pero según ellos (los jefes de las FARC) tocaba", añadió Montoya, quien es natural del municipio de Purificación, Tolima.

Después de los hechos de Puerto Alvira, Montoya empezó a ir de aquí para ella. Durante años no tuvo un sitio fijo y seguro para asentarse. Finalmente llegó a Villavicencio. Atrás quedaron para ella tres desplazamientos forzados.

Hace unos cinco años, Montoya le contó a una activista de la Corporación Vínculos que había sido violada por paramilitares. Ni siquiera enteró a su esposo de esa trágica noticia.

Una doctora me ayudó, me entendió, me hizo varios procesos, entre ellos, contarle a mi esposo", observó Montoya, quien recordó que explicarle esa historia al padre de sus hijos no fue fácil “porque él era un hombre violento, celoso, me pegaba. A lo mejor iba a decir que (el violador) era el mozo mío".

El calvario con sus hijos no ha parado para Montoya. Los que fueron guerrilleros siguieron en problemas, pese a que en su momento se fugaron de las filas insurgentes. Por ejemplo, uno se fue para Paraguay y otro para Bolivia.

Es más, a uno de los hijos de Montoya lo señalaron las FARC de haberles entregado información a las autoridades para que ubicaran y dieran muerte a uno de los integrantes del desaparecido Secretariado de las FARC.

Por último, Montoya se refirió al proceso de paz que a finales de 2016 sellaron el gobierno nacional y las entonces FARC. “Va más bien que regular, pero no va del todo bien (…) porque de pronto (hay conmigo) muchas víctimas a las que no nos han escuchado".​​